Montse Pazmiño
00109349
El Cuento Fantástico
2013.09.25
La
siesta del martes
Los
funerales de la Mamá Grande (1962)
Gabriel
García Márquez
(Aracata,
Colombia 1928—)
“El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las
plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y
no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la
ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había
carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en
intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos,
campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en
las terrazas entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana
y todavía no había empezado el calor.”
Con este párrafo lleno de ritmo y
colorido Gabriel García Márquez
nos introduce en su cuento “La siesta del martes”, calificado por él como su
mejor cuento. Cuenta el autor que este cuento fue escrito de un tirón y se
inspiró al ver a una madre y su hija caminando toda vestidas de un luto
riguroso.
Investigando en internet me he quedado
impresionada con la cantidad y variedad de comentarios, análisis, ensayos,
opiniones que se encuentran sobre este cuento, se lo somete a una observación
detallada, me dió la sensación que manos invisibles lo alzaban y lo metían en
un scanner donde se lo revisaba en cada una de sus capas, como rebanando un pedazo de pastel al que se
trata de auscultar todos los ingredientes de que está compuesto, en lugar de
saborearlo y disfrutarlo. Es aturdidor, te inhibe al momento de escribir porque
piensas que todo está dicho, que no tiene sentido volver a decir lo que se ha
dicho, y si a esto se suma el miedo que puede dar el hacer plagio el desconcierto
es total.
Venciendo estas dificultades he
decidido centrar este ensayo en el que para mí, luego de pensarlo mucho, es el
tema del cuento: El luto, pero no estoy hablando de un luto en general, estoy
hablando del luto de una madre por la muerte de su hijo. Estoy segura que me
direccioné en ese sentido por mi condición de madre, porque cuando una escucha
las vicisitudes que pasa una mujer por su hijo, de cierta manera se siente
identificada y cómplice de su dolor.
Por los datos del autor me imagino a
una madre viviendo en un lugar lejano del pueblo al que llega el tren, un día
cualquiera sin imaginárselo (o lo presentía?) recibe la noticia de la muerte de su hijo mayor. Esta noticia llega con retraso cuando es seguro que el hijo ya tiene varios días
de muerto. Que dolor, que angustia puede haber sentido al saber que su hijo
querido murió tan lejos de ella y en circunstancias desconocidas hasta el
momento. Recibe la noticia y lo primero que hace, casi sin pensarlo, es junto a su hija emprender el viaje
para ir hasta un pueblo en medio de la nada para visitar a su hijo. Sabemos también que es una persona de
escasos recursos y que tomó la alternativa más económica para viajar, ni
siquiera empacó una mudada, solo metió en una bolsa plástica algo de comer,
compró unas flores, como un símbolo de su cariño, para llevar a su hijo y emprendió
el viaje.
“Eran los únicos pasajeros en el escueto
vagón de tercera clase.”
Viéndolo fríamente tal vez pueda
parecer extraño que una madre realice este viaje tan forzado para estar unos
minutos ante la tumba de su hijo, pero yo lo veo como una manera de cerrar un
círculo. Son acciones que aunque parezcan simples formalidades son parte de
nuestra cultura y deben ser respetadas. Cuando un ser querido muere para lograr
superar ese dolor se debe seguir
un proceso, por lo general una larga enfermedad te prepara para ese momento,
luego se siguen ciertos ritos que son piezas claves para separarse del ser amado y dejarlo ir. Se debe destinar
un momento para estar a solas con él, vestir el cadáver antes de encerrarlo en
un ataúd por una eternidad, asistir a la velación, llorarlo, acompañarlo en su
entierro, vivir el duelo, esas son ceremonias que nos dan la base para comenzar
el camino hacia el consuelo.
“Ambas guardaban un luto riguroso y
pobre.”
Admiro a la mujer del cuento porque aun
solo sabiendo que se apellida Ayala, por el papel que ella juega en la historia
puedo ver su valor y fortaleza. Una mujer como muchas otras, criando sola a sus
dos hijos, sin recursos económicos pero con mucha entereza. Esas heroínas
ocultas de quien nadie habla y que no pasan a la historia pero que día a día
realizan acciones sobrehumanas sin saberlo, sin ser reconocidas. Mujeres que
aprendieron que en la vida las lágrimas no solucionan los problemas, resignadas
porque si se quejan no hay quien las oiga, que viven a la sombra, viven en una
ciudad de la que no forman parte, invisibles ante el mundo, sin edad definida,
pequeñas, sin forma, con la fortaleza de seguir adelante sin esperanzas porque
“así es la vida que me tocó vivir”.
La veo, sentada en ese tren,
emprendiendo un viaje interminable, el peor viaje que una madre pueda realizar,
el viaje hacia el encuentro del hijo muerto. Acompañada de su hija de doce
años, de quien, según nos dice el autor no parecía su madre porque aparentaba
mucha más edad. Quieta, muy recta, sin decir palabra, con un tumulto de
pensamientos y sentimientos que no logra exteriorizar, con la amargura y la
incertidumbre de lo que pueda pasar. Sabe que se tendrá que enfrentar no solo
al calor reverberante de ese pueblo bananero, eso será lo de menos, siempre
habrá almendros que le den sombra, sino al murmullo y al juicio de los
habitantes y las autoridades del lugar. Ella será señalada con el dedo, ella es
la madre del ladrón, la culpable, la madre negligente que no supo educar a sus
hijos y como consecuencia de su falta de carácter está ahora su hijo bajo
tierra. Pero, que saben ellos de su vida, de lo que pudo pasar, porque tienen
que opinar sin haber conocido a su muchacho. El era bueno, velaba por su hermana
y por ella, no le importaba que hacer con tal de conseguir comida para su
familia, se sentía el responsable y el hombre de la casa, era su apoyo. Como en
una pantalla panorámica sabía lo que le esperaba, cruzar el pueblo a las dos de
la tarde, a la hora de la siesta y llegar a la casa del cura, donde no sería
bien recibida y además tendría que exponerse a su mirada inquisidora. No
importaba, hace tiempo que había dejado de creer en estos hombres que se decía
representantes de la iglesia. No, su iglesia era otra, la del vecino que se
apoya en los momentos de necesidad, la del hijo que sale a robar por dar de
comer a su hermana, aún a sabiendas que corre un gran riesgo, la de las mujeres
que se quitan el pan de la boca para dar a un niño hambriento, la del prójimo que
da cobijo a su hermano sin tener
recursos, ella conocía la solidaridad de los pobres que dan de lo poco que
tienen, esa era su iglesia, no la del cura incapaz de mostrar piedad ante su dolor y que además le exige una
limosna para su iglesia a ella que tuvo que hacer milagros para conseguir el
dinero para ese viaje.
No importaba, lo que tuviera que pasar
ella llegó al pueblo con un objetivo claro, para darle un último adiós a su
hijo, y lo hará con la entereza que la ha caracterizado siempre, y caminará
erguida y con orgullo ante cientos de ojos curiosos porque ella no va a visitar
la tumba de un ladrón ella va a llevar flores a la tumba de su hijo querido.
“Tomó a la niña de la mano y salió a la
calle.”
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